Thursday, January 28, 2016

Mineral de Pozos, Guanajuato.

Los pueblos mágicos en México son muchos. Cada uno con un singular encanto.  Pueblos que surgieron a través de la historia y cuya importancia económica llega a la cúspide y disminuye con el paso del tiempo hasta desaparecer del mapa. Muchos quedan en la total desolación y son víctimas del olvido. Algunos resucitan gracias al turismo.

Mineral de Pozos, Guanajuato data de finales del siglo XVI cuando se estableció un fuerte para proteger el material que viajaba por el camino conocido como la ruta de la plata. Los Jesuitas se establecen allí y enseñan a los pobladores la forma de explotar las minas. Construyen unos hornos cónicos gigantes que aún hoy en día dominan el paisaje silvestre de la comarca.   Son enormes. Me imaginé el aroma de pan horneado viajando con la brisa matutina y despertando a todos los pobladores de la villa. ¿Acudirían a recoger su hogaza diaria a cambio de rezar el rosario en la capilla? Sé que a mi amigo Pepe le va a gustar ver estas fotografías.

El pueblo alcanzó su máxima popularidad a principios del siglo XX durante la era porfiriana, gracias a la explotación minera.  Hoy en día es posible visitar lar ruinas de algunas de las haciendas mineras y aún en medio de la destrucción y el abandono puede apreciarse la magnitud de la industria en su apogeo.  Existen profundas pozas de acceso y pueden verse los canales de agua para el filtrado de materiales, las calderas de leña y los almacenes todavía son visibles entre los escombros al igual que las grandes casonas de los dueños. Mineral de Pozos llegó a contar con grandes almacenes como Fábricas de Francia y la vida cultural local gozaba hasta de un teatro. 

Hoy a lo largo de la calle principal han surgido hoteles, restaurants y bares para pasar el fin de semana.  Hay varias galerías de arte y tienditas de artesanías. Me gustó mucho visitarlo y le agradezco a mi hermana y a su esposo que me hayan llevado.

Tuesday, January 19, 2016

Viaje de noche en autobús...


Olor a Naftalina y tabaco, a desodorante barato…asientos de terciopelo guinda, gastado…resortes que crujen bajo nuestro peso…el motor diésel zumbando y acelerando las revoluciones por minuto antes de sucumbir al cambio de velocidades, le sigue un suspiro, un descanso….el chofer de turno impecable en camisa blanca almidonada de manga corta, con su apellido bordado sobre el margen del bolsillo izquierdo.  La corbata delgada azul marino hace juego con el pantalón.

No me atrevo a abrir la ventanilla por temor a molestar a mis compañeros pasajeros, casi todos duermen. Es más de la media noche y no hay luna ni estrellas. Nos desplazamos por una carretera desértica, de vez en cuando un tráiler viene en sentido contrario y nuestro chofer le hace cambio de luces para saludarlo.  Por la ventanilla desde el asiento 14 no se ve absolutamente nada. Bien podríamos estar viajando por el espacio sideral. La negrura de la noche se ha tragado todo a nuestro rededor. Cuando el sol salga, podremos ver los campos fértiles y las rancherías, pero ante mis ojos cansados, el vacío de la noche deja todo a mi imaginación. En la distancia se ven alguna luces tintinear, como si fueran veleros en una laguna de agua mansa. 

El chofer disminuye la velocidad.  Estamos entrando a un poblado.  Me pongo de pie y usando los respaldos de los asientos como pasamanos llego hasta el frente del autobús. Intercambio un par de palabras amables con el chofer y me coloco en el primer escalón como si estuviera en el balcón de un barco; desde allí puedo ver la ciudad dormida desplazarse frente a mí, aunque en realidad, soy yo quien viaja.

Como niña bien, mis padres no me dejaban salir de noche, y mucho menos sola.  Desde este punto estratégico del autobús, puedo disfrutar el encanto nocturnal de estos pueblos cuyos nombres nunca conoceré. Callejones vacíos, puertas cerradas, ventanas oscuras, anuncios publicitarios: notario público, dentista, “se arreglan planchas”, tacos de barbacoa, mercería, zapatería, forraje.  Escuela de comercio, academia de baile. En la plaza vemos a tres barredores municipales y un gendarme.  La iglesia está iluminada y una brisa mece las copas de los árboles en una glorieta. Doblamos por una calle angosta, donde el autobús apenas cabe, el chofer vuelve a bajar la velocidad y el autobús resopla.  Casas y casas al ras de la acera. Sus dueños totalmente ajenos y desinteresados a nuestro paso por ese pueblo. Yo imaginándome cómo será la vida detrás de esas puertas, los sueños de sus habitantes, sus amores. En una casa de dos pisos, se alcanza a ver el destello de un televisor detrás de las cortinas de tul. Algún desvelado igual que yo. 

Viajar en autobús de noche, siempre ha tenido un encanto especial para mí. Me abre las puertas a un reino único, el cual no puedo habitar ni de día, ni conduciendo, ni como peatón. Llena mi imaginación de miles de ideas y fantasías.  Es una aventura pasiva, creativa y esplendorosa.

 

 

Thursday, January 7, 2016

Enero 7...


 

Hoy amanecí sombría, pensando en mis muertos. Hay un dicho que dice: enero y febrero, el desviejadero. Mis abuelitos y mi papá murieron en Enero. De hecho mi papá murió un 7 de Enero hace 31 años, y mi abuela el mismo día que él pero tres años antes.  Siempre decimos que ella vino por él y cada 7 de enero se nos pone la carne de gallina. Mi abuelita era muy devota de San José y solía decir que San José nos avisa cuando nos llega la hora, que se escuchan tres toques en la puerta y que ella nos iba a avisar. Abuelita, ¡todavía no!

Otra cosa que quizá no sepan de mí es que me encanta recordar tanto a mis muertitos que marco las fechas en que fallecieron con una cruz en el calendario. Como si fuera un aniversario.  Mi esposo dice que soy una macabra.

Además debo confesar que me gustan mucho los panteones, pero sólo de día. De noche me dan terror. Las visitas al panteón de Dolores durante mi infancia, son un recuerdo bastante agradable. Siempre había una brisa que movía las hojas de los árboles y generaba un lindo tono arrullador.  En el silencio de aquellos andadores larguísimos se escuchaban los pájaros, las cigarras y los grillos.  Cuando entrábamos a alguno de los Mausoleos se sentía un gran fresco, como si estuviéramos en una cava, y nuestras voces reverberaban con el eco.  Mis hermanas y yo nos entreteníamos paseando y viendo los diferentes monumentos de ángeles llorando, o envolviendo algo muy preciado entre sus alas, como en un gesto de protección. Los monumentos más antiguos eran los más ornamentados y bellos. Me gustaba leer las inscripciones y saber quién estaba enterrado allí. Por aquellos tiempos mi ciudad era muy pequeña y las familias se conocían entre sí.

Mi sobrina, quien es un poco más supersticiosa que yo jura que los muertitos se convierten en ángeles, y que su ángel de la guarda fue un niño llamado Daniel que murió en Chihuahua a principios del siglo XX.  Tan segura está de eso que fue a consultar al administrador del panteón y buscar en las actas para encontrarlo.  Yo pienso que los ángeles son ángeles y los muertitos son muertitos y no hay ninguna conversión al llegar al más allá.  Mi amigo Pepe G. ¿Creerá en los ángeles?

Pero bueno, hoy como cada siete de enero recuerdo de entre todos mis muertos, a mi abuelita y a mi papá en especial.  Fueron parte importante de mi vida y ya no están. Lo cual me recuerda el final de una canción de Juan Manuel Serrat:

Si yo pudiera unirme
a un vuelo de palomas,
y atravesando lomas
dejar mi pueblo atrás,
os juro por lo que fui
que me iría de aquí...
Pero los muertos están en cautiverio
y no nos dejan salir del cementerio.

Tuesday, January 5, 2016

Buenos deseos para 2016


Me quedé con las ganas de escribir una última entrada para el 2015, el título iba a ser: Una boda y cuatro funerales, en honor a la película inglesa de Cuatro bodas y un funeral.
En el 2015 le dijimos adiós a mi suegra, a dos tías muy queridas y una gran amiga – las cuatro sucumbieron al cáncer, tres de ellas en el pulmón.  En cuanto a la boda, bueno, era más bien por usar el título porque ni siquiera fuimos ya que estábamos de viaje.  Se cierra el capítulo del 2015 con alegría, tristeza y nostalgia dándole gracias a Dios por haberlo vivido. Y ya con eso nos damos por buen servidos.
Aunque sea cliché, no podemos iniciar el año nuevo, magnifico 2016, sin hacer nuevos propósitos. Me niego a hacer los mismos de siempre: mejor alimentación, más ejercicio, frecuentar amistades, no porque no quiera lograrlo sino porque esas cosas deben de ser parte de nuestra vida cotidiana.
En nuestros países hay una gran serie de tradiciones que la gente acostumbra para despedir al año viejo y empezar el nuevo:
Comer una uva con cada una de las doce campanadas a medianoche para atraer la buena suerte.
Salir y entrar de la casa cierto número de veces con una maleta para viajar ese año.
Barrer la casa para iniciar el año limpio de mugres y estorbos.
Poner los propósitos entre el calcetín y el zapato.
Pasar monedas durante las doce campanadas para que tengamos en abundancia.
Cada país tiene sus costumbres y tradiciones. Algunas son puras supersticiones pero uno se divierte.
Y con el propósito de escribir más, ¡les deseo un muy feliz 2016!