Olor a Naftalina y tabaco, a desodorante barato…asientos
de terciopelo guinda, gastado…resortes que crujen bajo nuestro peso…el motor diésel
zumbando y acelerando las revoluciones por minuto antes de sucumbir al cambio
de velocidades, le sigue un suspiro, un descanso….el chofer de turno impecable en camisa
blanca almidonada de manga corta, con su apellido bordado sobre el margen del
bolsillo izquierdo. La corbata delgada
azul marino hace juego con el pantalón.
No me atrevo a abrir la ventanilla por temor a molestar
a mis compañeros pasajeros, casi todos duermen. Es más de la media noche y no
hay luna ni estrellas. Nos desplazamos por una carretera desértica, de vez en
cuando un tráiler viene en sentido contrario y nuestro chofer le hace cambio de
luces para saludarlo. Por la ventanilla
desde el asiento 14 no se ve absolutamente nada. Bien podríamos estar viajando
por el espacio sideral. La negrura de la noche se ha tragado todo a nuestro
rededor. Cuando el sol salga, podremos ver los campos fértiles y las rancherías,
pero ante mis ojos cansados, el vacío de la noche deja todo a mi imaginación. En
la distancia se ven alguna luces tintinear, como si fueran veleros en una
laguna de agua mansa.
El chofer disminuye la velocidad. Estamos entrando a un poblado. Me pongo de pie y usando los respaldos de los
asientos como pasamanos llego hasta el frente del autobús. Intercambio un par
de palabras amables con el chofer y me coloco en el primer escalón como si estuviera
en el balcón de un barco; desde allí puedo ver la ciudad dormida desplazarse
frente a mí, aunque en realidad, soy yo quien viaja.
Como niña bien, mis padres no me dejaban salir de
noche, y mucho menos sola. Desde este
punto estratégico del autobús, puedo disfrutar el encanto nocturnal de estos
pueblos cuyos nombres nunca conoceré. Callejones vacíos, puertas cerradas,
ventanas oscuras, anuncios publicitarios: notario público, dentista, “se
arreglan planchas”, tacos de barbacoa, mercería, zapatería, forraje. Escuela de comercio, academia de baile. En la
plaza vemos a tres barredores municipales y un gendarme. La iglesia está iluminada y una brisa mece
las copas de los árboles en una glorieta. Doblamos por una calle angosta, donde
el autobús apenas cabe, el chofer vuelve a bajar la velocidad y el autobús resopla. Casas y casas al ras de la acera. Sus dueños
totalmente ajenos y desinteresados a nuestro paso por ese pueblo. Yo imaginándome
cómo será la vida detrás de esas puertas, los sueños de sus habitantes, sus
amores. En una casa de dos pisos, se alcanza a ver el destello de un televisor
detrás de las cortinas de tul. Algún desvelado igual que yo.
Viajar en autobús de noche, siempre ha tenido un
encanto especial para mí. Me abre las puertas a un reino único, el cual no
puedo habitar ni de día, ni conduciendo, ni como peatón. Llena mi imaginación
de miles de ideas y fantasías. Es una
aventura pasiva, creativa y esplendorosa.